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¡Por la preservación del depósito de la fe!
¡Para que llegue el Reino de Dios!
La Santa Eucaristía
Meditación para el Jueves Santo
No apreciamos siempre los dones de Dios en su justa medida. Lamentablemente, la mayoría de los cristianos más fácilmente se pasarían de una comunión que de su desayuno. Es que no se ha comprendido la grandeza de la Eucaristía. Supliquemos a Dios que nos conceda apreciar este Pan del cielo en su justa medida. Santa Margarita María decía: «Estaría dispuesta a recorrer descalza una carretera cubierta de carbones encendidos para recibir una sola comunión.» Tenía el sentido de la grandeza de los dones divinos. Muy pocos entre nosotros estaríamos dispuestos a caminar sobre un camino de carbones encendidos para ir a recibir una comunión.
La Eucaristía es el don supremo de Nuestro Señor; lo instituyó en la víspera de Su Pasión, por amor a nosotros, pobres humanos, para no dejarnos solos en este valle de lágrimas. Es Su testamento de amor; Se constituye nuestro alimento. Es en esta ocasión que nos dice: No hay amor más grande que dar la vida por sus amigos.1 Jesús dio Su vida con Su muerte ignominiosa sobre la cruz. Esto no era suficiente a Su Amor infinito: quiso hacerse pan para permanecer con nosotros, para alimentarnos de Su Carne, alimentarnos de Sí mismo. Misterio de amor que no entenderemos nunca en la tierra, pero que es, sin embargo, muy real.
Agradezcamos a Dios por el privilegio de ser Sus sacerdotes, de tener Su Cuerpo santo en nuestras manos. Esta gratitud debe expresarse por una piedad respetuosa, una gran dignidad ante Jesús Hostia. Hay que hacer grandes esfuerzos para Dios, guardando al mismo tiempo una cierta sencillez. ¿Por qué ponemos manteles, decoraciones, adornos litúrgicos? Es porque, siendo compuestos de un cuerpo y de un alma, el exterior nos ayuda a crear un ambiente favorable a la piedad. Procuremos que todo nuestro comportamiento sea digno de la grandeza del Dios a quien servimos. Todo debe hacerse en espíritu de fe y de adoración, de gratitud hacia la Majestad soberana de Dios. No comulguemos por costumbre; no celebremos nunca los Santos Misterios con rutina. El Santo sacrificio de la misa es uno de los actos más grandes que pueda cumplir un humano.
«Si el sacerdote supiera lo que él es, decía el santo Cura de Ars, moriría de alegría.» Un humano no puede sospechar la grandeza del sacerdocio. Los poderes que Dios ha dado a Sus sacerdotes superan todo concepto humano. Tan pronto como pronuncia un sacerdote las palabras de la consagración, desciende Dios en la Hostia; sea el sacerdote un santo o un miserable, Dios le obedece al instante. Nuestro Dios infinito y todopoderoso vive con nosotros en el Sagrario: ¿Qué más podemos desear? El que tiene a Dios todo lo tiene, hermanos y hermanas. Este pensamiento debería ser suficiente para hacernos desbordar de alegría y gratitud. Si tuviéramos fe, nunca hubiera tristeza en nuestras almas.
En Su amor infinito, nuestro Redentor, antes de expirar sobre la Cruz, nos ha dejado el ser más querido de Él sobre la tierra: Su Santísima Madre. «Mujer, he allí a Tu hijo. Hijo, he allí a tu Madre.2 El Apóstol san Juan representaba entonces a toda la humanidad, especialmente a los verdaderos hijos de María. Agradezcamos a nuestra Madre por todo lo que ha hecho y padecido por nosotros; Ella ha sido Corredentora con Su divino Hijo y continúa cuidando de nuestras almas. Démosle gracias por Sus visitas a la tierra. Ella interviene continuamente para proteger a Sus hijos.
Padre Juan Gregorio de la Trinidad, Vivamos nuestro Magníficat, Ediciones Magnificat