La Orden del Magníficat de la Madre de Dios tiene la siguiente finalidad especial la preservación del Depósito de la Fe a través de la educación religiosa en todas sus formas. Dios la ha establecido como «baluarte contra la apostasía casi general» que ha invadido la cristiandad y en particular la Iglesia romana.
En el sitio de Pamplona, en 1521, Ignacio de Loyola se presentó en la brecha a la cabeza de los españoles más valientes, y recibió a los franceses con la espada en la mano. Lucharon furiosamente en ambos bandos, y en poco tiempo hubo una gran matanza. En el fragor de la batalla, un trozo de piedra golpeó a Ignacio en la pierna izquierda, y una bala de cañón le rompió al mismo tiempo la pierna derecha. Los Navarros, que se habían inspirado en su ejemplo, perdieron el ánimo y se rindieron a discreción en cuanto lo vieron herido; pero los franceses aprovecharon bien la victoria. Llevaron a Ignacio a los aposentos de su general, lo trataron muy civilizadamente y le dispensaron todos los cuidados que creían debidos a su calidad y valor. Cuando su pierna se recuperó y el estado de su herida le permitió moverse, le hicieron llevar en una litera al castillo de Loyola, que no está lejos de Pamplona.
Nada más llegar, sintió un gran dolor. Los cirujanos que fueron llamados, después de haber mirado su pierna, juzgaron todos que había huesos fuera de su sitio, ya sea porque el cirujano que la había vendado no los había unido correctamente, o porque el movimiento había impedido que encajaran bien; y añadieron que, para devolver estos huesos a su posición natural, había que romper la pierna de nuevo. Ignacio les creyó, y habiéndose puesto en sus manos, no mostró ninguna debilidad durante tan cruel operación.
Su pierna, que había sido mal vendada la primera vez, no estaba tan bien vendada la segunda vez con lo que quedó una desagradable deformación. Se trataba de un hueso que sobresalía demasiado por debajo de la rodilla y que impedía al jinete llevar la bota bien calada. Como le gustaba la buena gracia y la limpieza en todo, resolvió que le cortaran este hueso. Los cirujanos le dijeron que la operación sería extremadamente dolorosa. Consideraba que el dolor no era nada, y no quería que lo ataran o lo sujetaran. Se cortó hasta el hueso, pero no gritó ni cambió su cara.
No fue éste el único tormento que sufrió Ignacio para no tener nada desfigurado en su persona: uno de sus muslos había retrocedido desde su herida, y temía extrañamente parecer algo cojo. Se torturó durante varios días, haciendo que le tiraran violentamente de la pierna con una máquina de hierro. Pero por mucho que lo intentaran, no podían extenderla hasta la longitud de la otra, por lo que su pierna derecha siempre se quedó un poco corta.
El estado en el que se encontraba Ignacio no se adaptaba a una naturaleza tan ardiente como la suya. Todavía no podía caminar, e incluso se veía obligado a permanecer en la cama. Sin saber qué hacer, y aburrido como estaba, salvo por su rodilla, que mejoraba cada día, pidió una novela para entretenerse. El Amadís y los demás libros de caballería, tan profanos y peligrosos, eran famosos en aquella época, y las personas más honradas se deleitaban con ellos. Le gustaban mucho, y entre las diversas aventuras de estos caballeros errantes, le encantaban especialmente sus bellas hazañas con las armas. Aunque en el castillo de Loyola no faltaban estas historias fabulosas, no había ninguna en aquel momento; y en lugar de una novela, a Ignacio le trajeron la Vida de Jesucristo y la de los Santos.
Leía estos libros sin otra intención que la de entretenerse, y al principio los leía sin ningún placer; pero poco a poco fue adquiriendo el gusto por ellos, y se encariñó tanto con ellos que se pasaba el día entero leyéndolos. El primer efecto de la lectura fue admirar en los Santos el amor a la soledad y a la cruz. Se asombró al ver entre los anacoretas de Palestina y Egipto, hombres de calidad cubiertos de cilicio, agotados por el ayuno, enterrados vivos en chozas y cuevas. Después se dijo a sí mismo: «Estos hombres, tan enemigos de su carne y tan muertos a las vanidades de la tierra, no eran de otra naturaleza que yo; ¿por qué no iba a hacer yo todo lo que ellos hicieron?» Al mismo tiempo, sintió el deseo de imitarlos, y le pareció que nada superaría sus fuerzas. Se propuso visitar los Santos Lugares y encerrarse en una ermita. Pero estos buenos movimientos no duraron mucho, y pronto sintió su debilidad. Además de que la gloria era su pasión, estaba entonces enamorado de una dama de la corte de Castilla y de las primeras casas del reino; de modo que olvidó en un momento los planes que acababa de hacer. Su mente sólo se ocupaba de la guerra y del amor; y en lugar de pensar en el retiro, meditaba en alguna hazaña militar, para hacerse merecedor de las buenas gracias de su señora, como confesó un día al Padre Luis González, cuando le habló de su conversión. Estaba tan encantado con estas locas ideas que no podía entender cómo alguien podía vivir sin una gran ambición, ni ser feliz sin un gran apego.
Cuando se cansaba de soñar, volvía a leer para pasar el tiempo. Y admirando de nuevo las virtudes de los Santos, encontró en ellos algo más maravilloso que en las acciones de todos aquellos héroes de los que se había llenado su imaginación. A fuerza de leer y reflexionar sobre lo que leía, supo que nada era más frívolo que esa gloria mundana de la que estaba tan aficionado; que sólo Dios podía satisfacer el corazón humano, y que era necesario renunciar a todo para salvarse con seguridad.
Estas opiniones fueron reavivando en él el deseo de soledad; y lo que le había parecido imposible, consultando sus inclinaciones naturales, le pareció fácil, poniendo ante sus ojos el ejemplo de los Santos.Pero cuando creía que estaba tomando una buena resolución, el mundo se le presentó con todos sus encantos, y lo comprometió más que nunca.
Pasó varios días soñando y preocupándose, sin saber qué hacer, siempre atraído por Dios y siempre frenado por el mundo. Pero los pensamientos con los que se enfrentó tuvieron efectos muy diferentes. Las que venían de Dios le llenaban de consuelo y le daban una profunda paz en su interior. Los otros, sin duda, le causaron un notable placer al principio, pero le dejaron una cierta confusión en su mente y no sé qué tipo de amargura en su corazón, que le entristeció mucho. Un día se dio cuenta de ello y, siendo aún carnal, comenzó a razonar sobre las cosas espirituales; porque Dios, que quería establecer en él un gran fondo de santidad y mostrar en su persona hasta dónde puede llegar la prudencia cristiana cuando va acompañada de un gran sentido natural, no quiso que su conversión se realizara a la ligera y en broma.
Observó que había dos espíritus muy contrarios, uno de Dios y otro del mundo. Se dio cuenta de las diferentes propiedades de estos dos espíritus, y juzgando por su propia experiencia cuánto supera un sólido gozo que penetra en el alma a un ligero placer que halaga los sentidos, no tuvo dificultad en comprender la ventaja que tienen las cosas del cielo sobre las de la tierra, para poner el corazón del hombre en reposo. Estas primeras percepciones que tuvo Ignacio sobre los movimientos interiores fueron la fuente de las reglas que da en el libro de sus Ejercicios para discernir los espíritus que están en nosotros los principios del bien y del mal.
Iluminado por estas luces, y fortalecido por una virtud divina contra las sugestiones del infierno, decidió finalmente cambiar de vida y romper con el mundo. En cuanto se decidió, no pensó más que en el tratamiento riguroso que podía darse a sí mismo, ya sea porque, asaltado por el temor a las penas eternas, deseaba empezar por aplacar la justicia de Dios, o porque, al no tener todavía ninguna experiencia, se imaginaba que toda la perfección del cristianismo se reducía a la maceración del cuerpo.
Por lo tanto, resolvió ir descalzo a Tierra Santa, vestirse de saco, ayunar a pan y agua, dormir sólo en el duro suelo y buscar para su morada alguna soledad espantosa. Pero como su pierna aún no estaba completamente curada, no pudo llevar a cabo tan pronto lo que el amor a la penitencia le inspiraba.
Para satisfacer su fervor de alguna manera, se levantaba cada noche y, lleno de arrepentimiento por sus pecados, los lloraba a gusto en la oscuridad y en silencio. Una noche, habiéndose levantado, como era su costumbre, y postrado ante una imagen de la Virgen con extraordinarios sentimientos, se ofreció a Jesucristo por medio de la propia Virgen, se consagró al servicio del Hijo y de la Madre y Les juró fidelidad inviolable. Cuando estaba terminando su oración, oyó un gran ruido: la casa tembló, todas las ventanas de su habitación se rompieron y se hizo una abertura bastante grande en la pared, que aún hoy es visible.
Es probable que Dios haya querido mostrar con esto que estaba complacido con el sacrificio de Su nuevo siervo, pues el Cielo a veces se manifiesta con estas sorprendentes señales a favor de los Santos; atestigua lo que leemos en los Hechos de los Apóstoles del lugar donde los fieles estaban orando, y de la prisión donde San Pablo y Silas estaban cantando himnos juntos. Es posible que este terremoto haya sido provocado por los demonios, que, desesperados por ver escapar a su presa, y previendo lo que Ignacio llegaría a ser un día, hubieran querido destruirlo bajo las ruinas del castillo de Loyola.
Mientras esperaba que su pierna se curara, releía las vidas de Jesucristo y de los Santos, no para entretenerse como antes, sino para formarse en estos grandes modelos y fortalecer sus buenos propósitos. No se contentaba con leer, sino que meditaba profundamente y escribía lo que más le llamaba la atención. Incluso se dice que, siendo un buen dibujante, se complacía en anotar, con lápices de diversos colores, las acciones más notables de los Santos y sus palabras más llamativas, para distinguirlos entre sí e imprimirlos más profundamente en su memoria.
Mientras se ocupaba de ello, las verdades eternas le causaron tal impresión que se asombró al verse transformado en otro hombre. Así la conversión de Ignacio se completó donde había comenzado; y la lectura hizo en él lo que ni los terrores de la muerte, ni una aparición celestial, ni una cura milagrosa podrían haber hecho en una enfermedad mortal; tan importante es para la gente mundana, y para los pecadores más endurecidos, que a veces leen libros de piedad.
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Señal de la Cruz
En el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo y de la Madre de Dios. Amén.
Oración preparatoria
¡Oh Jesús! Vamos a caminar con Vos por el camino del calvario que fue tan doloroso para Vos. Háganos comprender la grandeza de Vuestros sufrimientos, toque nuestros corazones con tierna compasión al ver Vuestros tormentos, para aumentar en nosotros el arrepentimiento de nuestras faltas y el amor que deseamos tener por Vos.
Dígnaos aplicarnos a todos los infinitos méritos de Vuestra Pasión, y en memoria de Vuestras penas, tened misericordia de las almas del Purgatorio, especialmente de las más abandonadas.
Oh Divina María, Vos nos enseñasteis primero a hacer el Vía Crucis, obtenednos la gracia de seguir a Jesús con los sentimientos de Vuestro Corazón mientras Lo acompañabais en el camino del Calvario. Concédenos que podamos llorar con Vos, y que amemos a Vuestro divino Hijo como Vos. Pedimos esto en nombre de Su adorable Corazón. Amén.
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