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Liturgia para los domingos y las fiestas principales
Reflexión sobre la liturgia del día – de L’Année Liturgique, de Dom Prosper Guéranger
Introito
Mira, oh Dios, protector nuestro, y contempla el rostro de Tu Ungido: porque más que mil vale un día en Tus atrios. – Salmo: ¡Cuán amables son Tus tiendas, oh Señor de los ejércitos! Mi alma desfallece y suspira por los atrios del Señor. Gloria al Padre.
Colecta
Suplicámoste, Señor, custodies a Tu Iglesia con perpetua protección: y, pues sin Ti desfallece la humana fragilidad, haz que, con Tus auxilios, se abstenga siempre de lo dañino y tienda a lo saludable. Por Nuestro Señor Jesucristo.
Epístola
Lección de la Epístola del Apóstol San Pablo a los Gálatas (Gal., V, 16-24).
Hermanos: Caminad en el Espíritu, y no satisfaréis los deseos de la carne. Porque la carne codicia contra el espíritu, y el espíritu contra la carne: porque ambas cosas se oponen mutuamente, para que no hagáis cuanto queráis. Si sois guiados por el Espíritu, no estáis debajo de la ley. Y manifiestas son las obras de la ley, que son: fornicación, inmundicia, impudicicia, lujuria, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, riñas, disensiones, sectas, envidias, homicidios, embriagueces, comilonas, y otras parecidas a éstas, contra las cuales os prevengo, como ya os previne otra vez: porque, los que hacen tales cosas, no conseguirán el reino de Dios. Y los frutos del Espíritu son: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia, castidad. Contra estas cosas no hay ley. Porque, los que son de Cristo, han crucificado su carne con sus vicios y concupiscencias.
Reflexión sobre la Epístola
Espíritu y carne. – En las líneas que acabamos de leer, el Apóstol nos habla de la relación íntima que en nuestra vida une a estos tres elementos: el Espíritu, la libertad, la caridad. San Pablo, como a los Judíos, nos dice también a nosotros: no hay más que una ley, la caridad. El que ama, cumple toda la ley. La ley no es más que la división de la caridad. La caridad arroja fuera todo egoísmo, y por tanto, toda disputa, toda rivalidad, toda división, todo lo que amenaza o arruina la alegría y la vida cristiana.
Obedezcamos al Espíritu, insiste el Apóstol, al principio interior de nuestra vida sobrenatural y guardémonos de los instintos de la carne. Para él, la carne es el egoísmo, todo el conjunto de disposiciones y tendencias que no se someten a la acción de Dios. Es que llevamos en nosotros, aun después del bautismo y de nuestra regeneración espiritual, un foco de deseos y de codicias opuestas al Espíritu de Dios. Por eso, en nuestro interior existe un conflicto entre la carne, que tiende a recobrar su antiguo imperio, y el Espíritu, que sostiene el suyo…, conflicto que cesa tan sólo en el instante en que, rehechos en Nuestro Señor Jesucristo, nos dejamos guiar por el Espíritu y cuando todas las obras del egoísmo pierden su atractivo para nosotros.
Las obras de la carne, dice, son las que proceden del amor egoísta: …en el reino de Dios no hay lugar para los que a ellas se entregan. Pero es cosa fácil reconocer los frutos del Espíritu. Estos frutos son obras santas, sanas, vivas, que el Apóstol designa con el nombre de «frutos», no sólo porque son el producto final de nuestra actividad sobrenatural sino también porque se realizan con alegría, y porque Dios y nosotros gustamos su dulzura y percibimos su provecho. Son frutos que nos unen a Dios y nos hacen descansar en El; que nos ponen en regla con el prójimo, que nos ayudan a guardar el dominio de nosotros mismos en medio de los diversos acontecimientos.
Ahora bien, los que son de Cristo, los que forman parte de Cristo por el bautismo, dieron muerte a su carne y a su anterior vida adámica juntamente con sus deseos, sus tendencias y sus codicias. Fueron elevados a un orden nuevo, donde el principio de su vida es el Espíritu de Dios. No tienen que hacer otro esfuerzo que el de que continúe muerto lo que fué herido de muerte el día de su bautismo, y, viviendo del Espíritu, obrar en todo y dejarse guiar por el Espíritu.
Gradual
Mejor es confiar en el Señor que confiar en el hombre. Mejor es esperar en el Señor que esperar en los príncipes. Aleluya, aleluya. Venid, alabemos al Señor, cantemos jubilosos a Dios, nuestro Salvador. Aleluya.
Evangelio
Continuación del santo Evangelio según San Mateo (VI, 24-33).
En aquel tiempo dijo Jesús a Sus discípulos: Nadie puede servir a dos señores: porque, o tendrá odio al uno y amará al otro, o se adherirá al uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y a mammón. Por tanto, os digo: No se angustie vuestra alma por lo que habéis de comer, ni vuestro cuerpo por lo que habéis de vestir. ¿No vale el alma mucho más que la comida, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros: y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas? ¿Y quién de vosotros, preocupándose, podrá añadir a su estatura un codo? ¿Y por qué os preocupáis del vestido? Contemplad cómo crecen los lirios del campo: no trabajan, ni hilan. Pero Yo os digo que ni Salomón, en toda su gloria, se vistió jamás como uno de ellos. Pues, si Dios viste así al heno del campo, que hoy es y mañana es arrojado al horno: ¿cuánto más lo hará con vosotros, hombres de poca fe? No os angustiéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o con qué nos cubriremos? Porque todo eso lo buscan los gentiles. Pues vuestro Padre celestial sabe que necesitáis todas esas cosas. Así que: Buscad primero el reino de Dios, y Su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura.
Reflexión sobre el Evangelio
Las tres concupiscencias. – La vida sobrenatural, para llegar a su pleno desarrollo en las almas, tiene que triunfar de tres enemigos que San Juan ha llamado: concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de vida. Acabamos de ver, en la Epístola del día, el obstáculo que opone el primero de estos enemigos al Espíritu Santo y la manera de vencerle; la humildad (y sobre ella la Iglesia ha llamado más de una vez la atención en los Domingos precedentes) es la destrucción del orgullo de la vida. El Evangelio que acabamos de leer tiene por objeto la concupiscencia de los ojos, o sea, el apego a los bienes de este mundo, que no tienen de bienes más que la falsa apariencia.
El buen uso de las riquezas. – «Nadie, dice el Hombre-Dios, puede servir a dos señores»; y estos dos señores de quien habla son Dios y Mammón, o sea, la riqueza. Y no es que la riqueza sea mala en sí misma. Adquirida legítimamente y empleada según la voluntad del supremo Señor, sirve para ganar los verdaderos bienes, y amontonar por adelantado en la patria eterna los tesoros que no temen a los ladrones ni a la polilla. Aunque la pobreza sea la hidalguía de los cielos desde que el Verbo divino Se desposó con ella, incumbe una gran función al rico, puesto en nombre del Altísimo para hacer útiles las diversas porciones de la creación material. Dios tiene a bien encomendar a sus cuidados el alimento y vestido de Sus más amados hijos, de los miembros pobres y pacientes de Su Ungido; le llama a ser apoyo de los intereses de Su Iglesia y promotor de obras que le merezcan la salvación; le confía el esplendor de Sus templos. ¡Dichoso y digno de toda alabanza es el que de ese modo ordena directamente a la gloria del Creador los frutos de la tierra y los metales que encierra en su seno! No tema: no se habrán pronunciado para él los anatemas que con tanta frecuencia salieron de la boca del Hombre-Dios contra los ricos y afortunados del mundo. No tiene más que un amo: el Padre Celestial, de quien se confiesa humilde mayordomo. Mammón no le domina; antes tiene él a Mammón por esclavo y sujeto al servicio de su celo. El cuidado que pone en administrar sus bienes según la justicia y caridad no lo condena el Evangelio, ya que aun entonces obedece a la palabra de Jesucristo de buscar primero el reino de Dios. Por sus manos pasan las riquezas en obras buenas sin distraer sus pensamientos del cielo, donde está su tesoro y su corazón.
El mal uso de las riquezas. – Ocurre todo lo contrario cuando a las riquezas no se las considera ya como un simple medio sino como fin de la existencia, hasta el punto de descuidar y a veces olvidar por ellas nuestro último fin. Los caminos del avaro roban su alma, dice el Espíritu Santo. Y es que, en efecto, como explica el Apóstol a su discípulo Timoteo, el amor al dinero precipita al hombre en la tentación y en los lazos del diablo por el tumulto de deseos perniciosos y vanos que engendra; le hunde cada vez más en el abismo, hasta hacerle vender su fe si es necesario. Y, con todo eso, el avaro, cuanto más amontona, menos gasta. Guardar su tesoro celosamente, contemplarle, pensar sólo en él cuando le es preciso ausentarse, en eso tiene puesta toda su vida; su pasión se convierte en idolatría. Y Mammón, en efecto, ya no es sólo para él un señor; es un Dios ante quien el avaro, inclinado día y noche, sacrifica amigos, parientes, patria y a sí mismo, consagrando su alma a su ídolo y arrojándole aún en vida, dice el Eclesiástico, sus propias entrañas. No nos admiremos de que el Evangelio represente a Dios y a Mammón como a rivales irreconciliables; ¿quién sino Mammón ha visto a Dios en persona sacrificado por treinta monedas de plata sobre su altar? ¿Hay acaso algún ángel caído cuya gloria espantosa brille con más siniestro fulgor debajo de las bóvedas infernales, que el demonio del interés, autor de la venta que entregó al Verbo eterno a los verdugos? El deicidio está a cuenta de los avaros; su miserable pasión, que califica el Apóstol de raíz de todos los males, reclama para sí legítimamente el crimen más grande que el mundo ha cometido.