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Liturgia para los domingos y las fiestas principales
Reflexión sobre la liturgia del día – de L’Année Liturgique, de Dom Prosper Guéranger
Introito
Inclina, Señor, Tu oído hacia mí; y óyeme: salva, oh Dios mío, a Tu siervo, que espera en Ti: ten piedad de mí, Señor, pues clamo a Ti todo el día. — Salmo: Alegra el alma de Tu siervo: ya que a Ti, Señor, elevo mi alma. Gloria al Padre.
Colecta
Haz, Señor, que Tu continua misericordia purifique y proteja a Tu Iglesia: y, ya que sin Ti no puede mantenerse salva, sea siempre gobernada por Tu gracia. Por Nuestro Señor Jesucristo.
Epístola
Lección de la Epístola del Apóstol San Pablo a los Gálatas (Gal., V, 25-26; VI, 1-10).
Hermanos: Si vivimos del espíritu, caminemos también en el espíritu. No codiciemos la gloria vana, provocándonos mutuamente, envidiándonos unos a otros. Hermanos, si alguno cayere en alguna falta, vosotros, que sois espirituales, instruid a ese tal con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, para que no seas tentado tú también. Llevad los unos las cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo. Porque, si alguien cree ser algo, no siendo nada, se engaña a sí mismo. Examine, pues, cada cual sus obras, y así sólo tendrá gloria en sí mismo y no en otro. Porque cada cual llevará su carga. Y, el que es catequizado de palabra, comunique todos sus bienes al que le catequiza. No os engañéis: de Dios nadie se burla. Porque, lo que sembrare el hombre, eso recogerá. Por tanto, el que sembrare en su carne, cosechará de la carne corrupción: mas, el que sembrare en el espíritu, cosechará del espíritu vida eterna. No nos cansemos, pues, de hacer el bien: porque, si no nos cansáremos, segaremos a su tiempo. Así que, mientras tenemos tiempo, obremos el bien con todos, pero principalmente con los hermanos en la fe.
Reflexión sobre la Epístola
Postrados en tierra clamaban en lo íntimo de su corazón: «Ten compasión de mí, oh Dios, conforme a Tu gran misericordia; porque fui concebido en la iniquidad y mi pecado está siempre ante mí».
Las obras de la carne. — Castigar por vanidad el cuerpo, ¿qué otra cosa es sino lo que San Pablo llama hoy «sembrar en la carne» para recoger en lo porvenir, es decir, en el día de la manifestación de los pensamientos de los corazones no la gloria y la vida, mas la confusión y la vergüenza eterna? Entre las obras de la carne enumeradas en la Epístola precedente se encuentra, en efecto, no sólo los actos impuros, sino también las disputas, las disensiones, las envidias, pero ordinariamente nacen de esta vanagloria, en la que quiere el Apóstol que reparemos en este momento. La reproducción de estos actos detestables sería una señal bastante segura de que la savia de la gracia había cedido el lugar a la fermentación del pecado en nuestras almas, y en este caso, otra vez esclavos, caeríamos debajo de la ley y sus terribles sanciones. De Dios no se mofa nadie; la confianza que da justamente la fidelidad sobreabundante del amor a todo el que vive del Espíritu, no pasaría de ser, en estas condiciones, una falsificación hipócrita de la santa libertad de los hijos del Altísimo. Sólo son hijos Suyos los que son guiados del Espíritu Santo en la caridad; los demás son hijos de la carne y no pueden agradar a Dios.
¡Ojalá resuene siempre en nuestros oídos esta palabra del Apóstol: Mientras tenemos tiempo, hagamos el bien a todos! Porque llegará el día, y no está lejos, en que el ángel del libro misterioso dejará oír su voz en el espacio y, con la mano levantada al cielo, jurará por Aquel que vive en los siglos sin fin que el tiempo ha terminado. Y entonces el hombre recogerá con alegría lo que había sembrado con lágrimas; como no se cansó de obrar el bien en las regiones oscuras del destierro, menos se cansará todavía de cosechar sin fin en la clara luz del día de la eternidad.
Gradual
Es bueno alabar al Señor: y salmodiar a Tu nombre, oh Altísimo. Para aclamar por la mañana Tu misericordia, y Tu verdad por la noche. Aleluya, aleluya. Porque el Señor es un Dios grande, es el Rey de toda la tierra. Aleluya.
Evangelio
Continuación del santo Evangelio según San Lucas (VII, 11-16).
En aquel tiempo iba Jesús a una ciudad, que se llama Naím: e iban con El Sus discípulos y mucho gentío. Y, al acercarse a la puerta de la ciudad, he aquí que sacaban a un difunto, hijo único de su madre: y ésta era viuda: y venía con ella mucha gente de la ciudad. Cuando la vió el Señor, movido de piedad hacia ella, le dijo: No llores. Y Se acercó, y tocó el féretro. Y se detuvieron los que lo llevaban. Y dijo: Joven, Yo te lo mando: levántate. Y se incorporó el que estaba muerto, y comenzó a hablar. Y se lo dió a su madre. Y se apoderó de todos el temor: y alabaron a Dios, diciendo: Un gran profeta ha surgido entre nosotros: y Dios ha visitado a Su pueblo.
Reflexión sobre el Evangelio
La muerte espiritual. — Comentando este Evangelio, nos dice San Agustín en la homilía que se lee esta misma noche en Maitines: Si la resurrección de este joven colma de alegría a la viuda, su madre, nuestra Madre la Santa Iglesia se regocija también todos los días al ver resucitar espiritualmente a los hombres. El hijo de la viuda había muerto de muerte corporal; éstos habían muerto en el alma. Visiblemente, empero, se lloraba la muerte visible del primero, mientras que ni siquiera se advertía la muerte invisible de estos últimos.
Nuestro Señor Jesucristo quería que los milagros que obraba en los cuerpos se interpretasen en un sentido espiritual. No hacía milagros por sólo hacer milagros, sino que deseaba que, al excitar la admiración de los que los veían, a la vez estuviesen llenos de verdad para los que comprendían el sentido. Los que fueron testigos oculares de los milagros de Jesucristo, sin comprender su significado, sin penetrar lo que ellos dicen a las almas ilustradas, estos tales sólo han admirado el hecho material del milagro; pero otros han admirado a la vez los hechos y han comprendido su significado. De éstos debemos ser nosotros en la escuela de Jesucristo…
Escuchémosle, pues, y el fruto sea éste: en los que viven, conservar solícitamente la vida, y en los que están muertos, recobrarla lo más pronto posible.
El buen celo. — Cristianos preservados de la defección por la misericordia del Señor, a nosotros nos toca tomar parte en las angustias de la Iglesia y ayudar en todo las diligencias de su celo para salvar a nuestros hermanos. No basta no ser de los hijos insensatos que son el dolor de su madre y deshonran el seno que los llevó. Aunque no supiésemos por el Espíritu Santo que honrar a su madre es atesorar el solo recuerdo de lo que la costó nuestro nacimiento, nos induciría a no perder ocasión de enjugar sus lágrimas. La Iglesia es la Esposa del Verbo, a cuyas bodas aspiran también nuestras almas; si es cierto que esa unión es la nuestra igualmente, lo debemos probar, como la Iglesia, manifestando en nuestras obras el único pensamiento, el único amor que comunica el Esposo en Sus intimidades, porque no tiene otro en Su corazón: el pensamiento de restaurar en el mundo la gloria de Su Padre, el amor de salvar a los pecadores.