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Magníficat!
¡Para la preservación del Depósito de la Fe!
¡Para que venga el Reino de Dios!
Una muchacha virtuosa que servía en una casa respetable edificaba a muchos por la prontitud, exactitud y alegría con que obedecía todo lo que se le ordenaba. Un día, mientras barría un apartamento con mucho cuidado, derramó lágrimas. Un médico que pasaba por allí se percató de ello y le dijo: «Estás llorando: ¿qué causa de pena tienes? ¿Alguien te ha dicho o hecho algo que te moleste? – No, señor – contestó ella– haría mal en quejarme; toda la gente de la casa donde estoy me da muestras de amabilidad que no merezco. Te contaré mi secreto, ya que quieres saberlo: una vez asistí a una misión; el misionero al que fui me dio una práctica de piedad que nunca olvidaré; trato de ser fiel a ella, es muy beneficiosa. El misionero al que acudí me dio una práctica de piedad que nunca olvidaré, y trato de ser fiel a ella, pues es muy beneficiosa. Ya ves que estoy barriendo; lo hago lo mejor que puedo para complacer al Señor, cuyo lugar ocupa la persona que me dijo que barriera, y mientras barro me digo a mí mismo, debo tener tanto celo en limpiar mi corazón de las contaminaciones del pecado como en cuidar de que esta habitación esté bien limpia; esto es lo que me hace llorar.» El médico se conmovió hasta las lágrimas, y se edificó mucho al contar lo que había oído.
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