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¡Para la preservación del Depósito de la Fe!
¡Para que venga el Reino de Dios!
Raymond había sido educado por una madre muy cristiana en los sentimientos de verdadera piedad y en los ejercicios de la religión. Cuando ingresó en una prestigiosa escuela militar, los principios religiosos del joven por fin habían calado. Pero mientras perdía su fe, su inocencia y todas sus prácticas religiosas, conservaba un afecto filial por la Santísima Virgen. Durante veinticinco años de la más libre y tormentosa vida, no había faltado un solo día para recitar su Memorare, piissima Virgo Maria, y encomendarse a la protección de la Reina del cielo y de la tierra. No todo es felicidad en el camino de las pasiones. Nuestro oficial sólo encontró la ruina completa de su alma, su salud, su fortuna y su honor.
Desesperado, por tanto, como suele ocurrir, por remediar las desgracias de todo tipo que cayeron sobre él al mismo tiempo, resolvió poner fin a una vida que se había convertido en una carga para él. Un día intentó asfixiarse; pero, o bien no había tomado todas las precauciones fatales, o bien, su Madre celestial le protegió de tan triste final. Al día siguiente se encontró vivo en la cama donde se había tirado a morir. Entonces resolvió volarse los sesos; pero antes de llevar a cabo este horrible plan, quiso ver, por última vez, al único amigo que sus desgracias le habían dejado, y confiarle una carta con sus últimos deseos. En esta carrera pasó ante la basílica de Nuestra Señora de las Victorias: una fuerza que no pudo controlar le obligó a entrar en el augusto santuario. Cayó de rodillas ante la imagen de la Santísima Virgen y pronunció su invocación diaria a María; no había terminado su oración cuando se encontró totalmente cambiado en un instante. La esperanza, que había vuelto a su corazón, había ahuyentado todos los pensamientos de suicidio, y el deseo de poner fin a su vida había sido sustituido por una resolución firme y sincera de acabar con sus trastornos. En fin, una hora más tarde, estaba a los pies de un santo sacerdote de la Madeleine (Padre de Rayneval) y purificaba su alma con la confesión de sus faltas y con las lágrimas del arrepentimiento. Tenemos este hecho de boca de este venerable clérigo, a quien el penitente autorizó a publicar estos detalles de su conversión, mientras esperaba que él mismo lo hiciera como testimonio de su gratitud a María y para la edificación de la Iglesia.
Se podrían hacer numerosos volúmenes de todos los prodigios de este tipo que el recuerdo o la invocación de María obra cada día, reavivando la esperanza en las almas más desesperadas.
(Tratado sobre el culto a la Santísima Virgen, por el Padre Ventura, 1859, p. 92).
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