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Magníficat!
¡Para la preservación del Depósito de la Fe!
¡Para que venga el Reino de Dios!
Una representación única del Belén.
Un piadoso clérigo nos cuenta: Estaba sentado en mi habitación cuando trajeron a un hombre de unos sesenta y cinco años, casi ciego. Para mi gran sorpresa me dijo que era católico, o mejor dicho, me dijo: «Una vez fui católico.» Se había casado con una mujer protestante, fallecida hacía tiempo; y durante unos cuarenta y cinco años no había practicado su religión ni se había confesado. «Últimamente», dice, «me sentía muy preocupado y no sabía qué hacer. Un vecino católico me había regalado un rosario, y empecé a rezarlo; pero cuanto más lo rezaba, más aumentaban mis problemas. Ahora no puedo aguantar más; algo me obliga a acudir a Ud. y preguntarle qué debo hacer.»
Después de unas palabras de ánimo le dije que se preparara para la confesión, y que viniera a tal hora. Vino y se confesó con admirables disposiciones, fortaleció su alma con el Pan de los Ángeles y recuperó la paz. A partir de entonces, asistió a misa con regularidad, tanto como pudo, y recibió los sacramentos con constante devoción. El Rosario, que había sido el instrumento de su conversión, fue el instrumento de su perseverancia. Todo su tiempo lo dedicaba a recitarlo, y en ello encontraba tanto consuelo y gracia que sus pensamientos eran todos celestiales. Pocos años después murió la muerte de los justos, y se fue a dar gracias a la Madre de la Misericordia, que lo había ligado al bien con la dulce cadena del santísimo Rosario.
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