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Magníficat!
¡Para la preservación del Depósito de la Fe!
¡Para que venga el Reino de Dios!
Una representación única del Belén.
San Jerónimo cuenta la memorable historia que le contó un venerable anacoreta, llamado Malco, que había sido él mismo el héroe. Un día había pedido a su superior ver a su madre por última vez antes de morir. Durante el viaje fue sorprendido por piratas, que lo hicieron prisionero y lo vendieron a un amo árabe. Afortunadamente no estaba solo, ya que uno de sus compañeros esclavos era un hombre piadoso y temeroso de Dios. Los dos esclavos se vieron obligados a trabajar duramente y fueron sometidos a un trato cruel, por lo que decidieron huir, y a la primera oportunidad llegaron al desierto sin ser descubiertos. Ya estaban bien adentrados en el desierto cuando vieron una nube de polvo en el horizonte: era su antiguo amo que los perseguía, montado en un dromedario. Inmediatamente se dieron cuenta de que pronto los alcanzarían y buscaron un escondite. Finalmente se refugiaron en una cueva hundida entre las rocas. Como la cueva era profunda y oscura, no se atrevieron a adentrarse demasiado en ella y se acurrucaron en un rincón a pocos pasos de la entrada. Apenas se habían escondido, llegaron sus perseguidores, haciendo un gran ruido y amenazándolos con terribles tormentos. Como nadie respondió en la cueva, el amo ordenó al esclavo que le acompañaba que expulsara a los fugitivos con su cimitarra. Entró ruidosamente. Pero, de repente, una leona, despertada por el ruido, surgió de las profundidades de la cueva, lo mató de un golpe de dientes y lo arrastró hasta su guarida. Su amo le estaba esperando, y como no regresaba, entró él mismo en la cueva. También fue asesinado por la leona. Los fugitivos habían visto desde su escondite el sangriento drama que acababa de producirse y pensaron que estaban perdidos. Pero la aventura tuvo un desenlace inesperado. La leona, al ver descubierta su guarida, se llevó a sus cachorros uno a uno y no regresó hasta la noche. Al llegar la noche, los dos fugitivos salieron de la cueva y encontraron, con gran satisfacción, los camellos de sus perseguidores. Dieron gracias a Dios con lágrimas, subieron a la silla de montar y, con sus excelentes monturas, llegaron en pocos días a un campamento romano, donde fueron amablemente recibidos. Después se separaron para volver a su país.
Ante tales hechos, debemos gritar con David: «Esto ha venido del Señor, y es maravilloso a nuestros ojos».
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