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Magníficat!
¡Para la preservación del Depósito de la Fe!
¡Para que venga el Reino de Dios!
Una representación única del Belén.
En el año 1631 se abrió un vasto cráter en el monte Vesubio, del que salió tal diluvio de fuego y cenizas que, como un río desbordado, la lava ardiente cubrió las regiones vecinas, y en particular el lugar llamado la Torre Griega. En este lugar vivía una mujer llamada Camila, que era muy devota de San José, y tenía un sobrino en su casa, un niño de cinco años, al que llamaba con el nombre de este santo Patriarca. Para escapar de este río de fuego, tomó al niño en brazos y emprendió la huida. Pero, seguida de cerca por la lava, y encontrando el paso cerrado por una gran roca que se adentraba en el mar, estaba expuesta al doble peligro de ser golpeada y consumida si se detenía, o de morir ahogada si se lanzaba al mar. En este momento crítico, la pobre mujer se acordó de su protector: «San José, gritó, te encomiendo a tu pequeño José: a ti te corresponde salvarlo.» Al oír estas palabras, dejó al niño sobre la roca y saltó con valentía a las olas. Pero en lugar de caer, como tenía que hacer a su antojo, se encontró a una buena distancia sobre la grava, sin ningún daño; su pena entonces fue grande al recordar al niño que había dejado a merced de las llamas. Comenzó a correr aquí y allá, fuera de sí y lamentando su desgracia. De repente oyó que la llamaban por su nombre: era la voz del niño que venía a su encuentro lleno de vida y rebosante de alegría. «Oh, Dios -exclamó Camila, estrechándolo entre sus brazos-, ¿quién fue el que te hizo escapar de las cenizas que iban a sofocarte y del fuego que iba a consumirte? – Era San José», respondió el niño. Y la piadosa Camila, llorando de felicidad, se arrodilló para dar gracias a su amoroso protector por los dos milagros que acababa de realizar a la vez, al preservar a su sobrino de las llamas que estaban a punto de alcanzarle, y a ella misma de las olas en las que naturalmente caería y perecería.
(Recupitus, Observaciones sobre el Monte Vesubio).
Ninguna oración de nuestra alma se pierde. El cielo está atento al menor de nuestros suspiros. Nuestras miserias terrenales son muy pequeñas comparadas con el poder de los Elegidos de Dios.
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