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San Basilio, visitando los monasterios de su diócesis, preguntó al abad de uno de ellos si había alguno de sus monjes en el que estuviera más claro que se encontraba entre los predestinados. El abad le presentó uno cuya sencillez era admirable. El Santo ordenó a este monje que trajera agua; en cuanto hubo traído un poco, el Santo le dijo: «Siéntate, esto es para lavar tus pies». Consintió, sin oponer la menor resistencia, en ver al gran Basilio realizar esta obra de humildad sobre él. «Aquí, dijo después el Santo, hay un hombre que está verdaderamente muerto a su propia voluntad y juicio. Con razón se le considera predestinado». Al día siguiente, viendo que este religioso entraba en la sacristía, lo llevó al altar y lo ordenó sacerdote: fue un santo sacerdote.
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