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Magníficat!
¡Para la preservación del Depósito de la Fe!
¡Para que venga el Reino de Dios!
Un comerciante que tuviera que enviar una carta de gran importancia se dirigía a un empresario, le explicaba su caso con todos sus detalles para que lo conociera con toda precisión y le daba un poder para que escribiera a su corresponsal. Aunque el comerciante no haya redactado él mismo la carta, ésta contendrá únicamente las ideas y los deseos del mandante. Lo mismo ocurre con las Escrituras. El buen Dios, es decir, el Espíritu Santo, impulsó a los escritores sagrados a escribir sus libros y, al mismo tiempo, iluminó sus mentes de manera extraordinaria. Por lo tanto, sus libros no contienen su palabra, sino la palabra de Dios.
– Esta acción especial del Espíritu Santo sobre los autores de la Biblia se llama inspiración.
San Antonio el Ermitaño (m. 356), que vivía en Egipto, en el desierto de la Tebaida, recibió una carta de Constantino el Grande. Sus discípulos se asombraron de que el emperador se dignara a escribir a su maestro en persona. «Deberíais», les dijo el Santo, «extrañaros más bien de que Dios, el Rey de los reyes, se haya dignado enviarnos a nosotros, pobres criaturas, una carta autógrafa en la Sagrada Escritura».
– La Sagrada Escritura es la palabra de Dios.
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