Todo respira dolor, todo llora en la aparición de María a los
pastorcitos. Primero esconde la cara entre las manos, luego
derrama lágrimas sensibles. Lleva la insignia de la Pasión,
cada una de Sus palabras es un lamento, y finalmente deja un
manantial como emblema inagotable de Su llanto.
No permanezcamos ajenos a las lágrimas de las que todos
somos autores. Es cruel hacer llorar a la propia madre; pero
es más cruel ser insensible a sus lágrimas. Veamos de qué
manera y por cuánto tiempo hacemos llorar a María, y pro-
metamos aquí consolarla de ahora en adelante.
Oh, Madre afligida, si hubiera visto fluir Vuestras lágrimas, las habría
recogido como perlas preciosas. Bendita sea la tierra que los ha
bebido, ¡cómo no besarla con amor! Pero, ingrato como soy, fluyen
cada día sobre mis pecados, estas benditas lágrimas, y, más duro
que una roca, no añado las mías. Obtén para mí, buena Madre, por el
mérito de Vuestros dolores, la gracia de no renovarlo, y que mi
corazón, fecundado por Vuestras lágrimas, produzca frutos de
penitencia y salvación.