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Los males que Dios nos envía son, en realidad, bendiciones, pues al sufrir con paciencia adquirimos méritos eternos. Cada sufrimiento soportado con paciencia es una especie de piedra preciosa en nuestra corona en el cielo. Un famoso predicador utilizó la siguiente comparación para hacer comprender a sus oyentes esta verdad fundamental: «Supongamos -dijo- que en la cima de una montaña cercana hay muchas cruces de madera. Si les dijera que cada uno de ustedes puede elegir uno y considerarlo suyo, siempre que lo lleve él mismo a casa, creo que pocos de ustedes se sentirían tentados a ir. Pero supongamos que estas cruces fueran huecas y estuvieran llenas de ducados, sería otra cosa: habría una pelea por quién se llevaría la más pesada y el dolor no se contaría para nada. El sufrimiento es una cruz de este tipo: los que no tienen fe, y por tanto no conocen las recompensas eternas que son el precio del sufrimiento, murmuran y se lamentan. Los santos, en cambio, que conocían el valor eterno del sufrimiento, lo amaban y se regocijaban en él. ¡De ahí el lema de Santa Teresa: «¡Señor! o sufrir o morir!» También por esta razón, en medio del sufrimiento, Job canta las alabanzas a Dios, diciendo: «¡Ha sucedido como ha querido el Señor, bendito sea Su nombre!»
Una señora rica y distinguida buscó una vez el consejo de un sacerdote de probada experiencia. «Padre», le dijo ella, «estoy muy apegada al mundo y siempre vuelvo a caer en mis antiguos defectos. He hecho lo imposible por corregirme, pero sin ningún resultado: he hecho retiros, me he confesado con frecuencia, me he dirigido a la Santísima Virgen, he dado limosnas: pero todo esto no me ha servido de nada. ¿Qué más puedo probar?» El sacerdote respondió simplemente: «Sufrimiento.» Y así fue. A consecuencia de un accidente, esta señora perdió la mayor parte de sus bienes, y varios miembros de su familia le fueron arrebatados en poco tiempo: estos males le hicieron reconocer la nada de los bienes de este mundo. Al encontrarse con el viejo sacerdote poco después, pudo decirle: «La desgracia me ha hecho volver a Dios.»
Dios la utiliza con los pecadores como un padre con un hijo desobediente; los castiga para hacerlos dóciles, o como un cirujano que corta y quema la úlcera para salvar al paciente. Mediante el sufrimiento temporal, Él busca rescatarlos de la muerte eterna.
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