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¡Para la preservación del Depósito de la Fe!
¡Para que venga el Reino de Dios!
En el siglo IV, vivía en África una mujer cristiana llamada Mónica, que, amando a Dios con todo su corazón, se afligió al ver que su hijo, Agustín, llevaba una vida de disipación y desorden. No dejaba de llorar por su desdichado hijo, y su dolor no era menor que el de las madres que ven morir a su único hijo. Es que, a los ojos de la fe, su hijo, que vivía en el estado habitual de pecado, le parecía muerto.
Mónica fue un día a ver al piadoso obispo de Milán, San Ambrosio, y le contó su dolor, y le rogó que viera a su hijo y tratara de devolverle mejores sentimientos. «Ve, respondió el obispo, y sigue haciendo lo que estás haciendo. Porque es imposible que un hijo, llorado con tantas lágrimas, perezca». Esta palabra devolvió la confianza a la pobre madre, que la recibió como si hubiera salido de la boca del propio Dios.
Continuó durante mucho tiempo derramando lágrimas con oraciones ante el santo altar. Iba a la iglesia dos veces al día, asistía a la Santa Misa cada mañana y daba abundantes limosnas a los pobres.
Por fin, el buen Dios se dejó conmover por las súplicas de su piadosa sierva, que no le pidió ni oro ni plata, sino la curación del alma y la salvación eterna de su hijo. Agustín se convirtió, deploró los errores de su juventud, se hizo sacerdote y obispo, y fue uno de los más ilustres doctores de la Iglesia, y hoy es honrado como santo o gran amigo de Dios. Es San Agustín, obispo de Hipona.
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