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Magníficat!
¡Para la preservación del Depósito de la Fe!
¡Para que venga el Reino de Dios!
Una representación única del Belén.
Pero nuestros ojos se dirigen a una región muy alejada del lugar donde tuvo lugar esta escena, el Líbano es la tierra de los prodigios: se nos muestra una pequeña iglesia que los habitantes de la montaña han dedicado a María bajo el título de Libertador. Entra una mujer trayendo a un niño moribundo: acaba de consultar a un religioso muy versado en las ciencias médicas, al que ha pedido remedios. La respuesta que recibió no hizo más que hacerle ver el desesperado estado de su hijo. Así que llegó al santuario llorando, puso a su bebé sobre la fría losa y, escuchando sólo su dolor, se quejó a María: «Nuestra Señora Libertadora, ¿no es a Tu protección a la que debo a este hijo único? ¿Por qué voy a dejarlo perecer cuando Tú puedes salvarlo? Oh, Nuestra Señora Libertadora, líbrame.» Dicho esto, dejó allí al niño moribundo y, para poder dar rienda suelta a sus lágrimas, fue a sentarse fuera de la capilla.
Sin embargo, la Virgen misericordiosa, Nuestra Señora Libertadora, había bajado sobre ella una de sus miradas de piedad; pues poco después, cuando la pobre madre volvió a su hijo, lo vio todo empapado de sudor: lo tomó con emoción en sus brazos, lo llevó a aquel cuyas respuestas habían apenado antes su ternura, y recibió de él la seguridad de que el niño estaba fuera de peligro.
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